lunes, 17 de febrero de 2014

Llena de vida

Algunas enfermedades te van matando despacito. Físicamente sigues siendo una persona normal, pero por dentro te vas muriendo poco a poco. Asusta. La enfermedad del Parkinson te hace cada vez más dependiente. Te obliga a necesitar la atención de quienes estén a tu lado. Siempre pensamos “Pobre esta mujer o este hombre que tiene Parkinson”. Pero ¿por qué pobre?


Recuerdo a una señora que entró en la sala de espera de urgencias del hospital Quirón en Zaragoza. Iba en silla de ruedas acompañada de una mujer latinoamericana y un hombre con barba y con un diminuto diamante por pendiente en la oreja izquierda. La mujer, ya de avanzada edad, intentaba tener siempre cerca las manos de sus acompañantes. Ella temblaba. Constantemente. Había momentos que se quedaba sola; su hijo y su nuera (esto lo intuí por los gestos de cariño entre ellos y con la mujer) se alejaban para ir al mostrador a preguntar cuándo iban a atenderles, se acercaban a la máquina de café para reponer fuerzas o se turnaban para salir a fumar. La mujer no dejaba de llevarse la mano derecha a la frente para intentar santiguarse. No lo conseguía. Cuando iba a hacer el segundo paso se bloqueaba y bajaba la mano. Ante la impotencia de no conseguirlo, volvía a intentarlo. Se les veía nerviosos. La mujer agarraba la mano de uno de los dos, del que estuviese a su lado, acercándosela a sus labios para besarla todas las veces que podía. Estaba nerviosa. Su pierna izquierda parecía tener vida propia, se apoyaba en el suelo sin ninguna estabilidad. La mujer a duras penas intentaba recuperar el dominio sobre esta llevándose la pierna lentamente hacia el pecho y abrazándola con ambos brazos. Seguía nerviosa. Creo que no le gustaba el hospital. Los simples gestos que hacía la delataban. Solo le tranquilizaba una cosa: aplaudir, o al menos intentarlo. Un hilo de voz salió del cuerpo lánguido y tembloroso de aquella mujer. Fui incapaz de entender qué decía, pero estaba nerviosa, muy nerviosa. Acabó la frase aplaudiendo con su nuera para tranquilizar esos nervios antes de hacerse las pruebas que estaban deseando terminar.


¡Qué fuerte me pareció aquella mujer! A pesar de sus múltiples problemas le quedaba tiempo para dar gracias a Dios por seguir viva, a dar cariño y acariciar a las personas que la acompañaban. El Parkinson es una enfermedad que te mata lentamente, sin piedad, pero esta mujer estaba más viva por dentro que cualquiera de los que estábamos en aquella sala de espera.

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