“Un
viejo refrán dice que nadie es un gran hombre para su mayordomo”. Con
estas palabras inicia Carmen Posadas su libro El testigo
invisible.
Al
leerlas yo me pregunto qué ocurre con nuestros actos cuando nos
encontramos en la intimidad de nuestras vidas.
¿Podríamos
pasar sin mácula una inspección detallada de nuestra vida privada?
¿De esa vida íntima que solo nosotros y aquellos que conviven con
nosotros conocen?
¿Cuántas
vidas tenemos?
¿Nuestra
vida pública tiene alguna conexión con nuestra vida privada?
¿Somos
aquello que aparentamos?
¿Cuántos
secretos ampara y esconde nuestra privacidad?
Vivimos
en un mundo de apariencias, donde cada uno de nosotros desarrolla un
papel establecido, un comportamiento adecuado a aquello que
pretendemos proyectar.
¿Qué
ocurriría si nos mostramos tal cual somos? ¿Seríamos aceptados por
los demás? Quizá ese miedo a no ser admitidos es lo que nos hace
comportarnos de una determinada manera.
Lo
que ocurre es que queremos que nos quieran y el miedo a defraudar a
los demás, si dejamos que aflore la realidad de nosotros mismos, es
demasiado grande, excesivamente arriesgado como para ponerlo de
manifiesto.
Siempre
se nos ha dicho “piensa lo que haces y no hagas lo que piensas”
quizá llevados por esto, actuamos de una forma acorde con lo que se
espera de nosotros y, quizá, dejamos para la intimidad nuestras
miserias.
No
hace falta más que observar el miedo que tienen ciertos personajes
públicos a que salga a la luz su verdadera realidad. Cuántos
contratos de confidencialidad con el servicio son pactados al
contratar a alguien que trabaje para ellos, y que graves
consecuencias acarrean los secretos revelados sobre muchas personas...
¿Cuántas
vidas paralelas desarrollan muchos de aquellos a los que admiramos?
Es
posible que si las conociésemos realmente, dejaríamos de hacerlo. De ahí el miedo a
que la verdad aflore.
Revisemos
nuestras vidas, para que actuemos sin miedo a que nadie que nos rodee
en la intimidad, pueda decir nada malo de nosotros. Seamos rectos de
conciencia y de actos. No llevemos dobles vidas, no avergoncemos a
aquellos que más queremos, dejándoles expuestos a descubrir
nuestras miserias… no las tengamos, seamos honestos e íntegros…
Hagamos
de nuestra vida una sola verdad que pueda ser expuesta, porque de esta forma ganaremos el respeto de los que nos rodean, y
sobre todo, lo más importante, ganaremos nuestro propio respeto. Seamos dignos.
Quizás la consecuencia más terrible de lo que señalas sea la uniformidad de conductas en torno a lo socialmente aceptado. En la teoría jurídica, algunos autores señalan la imposición social como una verdadera Fuente de Derecho.
ResponderEliminarAsí, hacemos lo que hacemos porque es lo que se espera que hagamos, y la sanción al cumplimiento de esta norma social es precisamente la exclusión social.
Esto, que en esencia es algo malo, pues supone la negación del yo, podría tener efectos positivos si los valores de la sociedad fueran bueno.
Cuando los valores preponderantes son la apatía, el hedonismo y la obtención del placer inmediato, te encuentras con chavales de catorce años que meten seis cubata, no porque sea algo que quieran hacer, sino porque es lo demandado socialmente, o con otros que nunca reconocerían que les apasiona leer, hacer maquetas o merendar con su abuela, porque el castigo a tal confesión sería el inmediato escarnio social.
El mejor remedio que se me ocurre contra esto es forjarse una personalidad a prueba de fugas.